El electo presidente de Perú rompió la lógica de los laboratorios políticos con una campaña de ascenso meteórico. Quién es el hombre que surgió del anonimato y logró frenar a la reacción de la derecha peruana con propuestas de estatización de recursos y una “revolución educativa”
Cuando el 11 de abril pasado Pedro Castillo llegó a votar a la primera vuelta de las elecciones presidenciales peruanas montado en una yegua y vistiendo el tradicional sombrero “chotano” blanco, muchos en América Latina todavía se preguntaban quién era este maestro rural andino salido prácticamente de la nada y si sería capaz de enfrentar en igualdad de condiciones a la candidata estrella de la derecha, Keiko Fujimori.
Hoy, a poco más de dos meses de ese día, Castillo se prepara para asumir la presidencia de Perú después de un ajustado pero incuestionable triunfo en las urnas y en medio de un país convulsionado.
En los últimos días de junio, sectores de las Fuerzas Armadas peruanas comenzaron a ocupar las calles para sostener, con la amenaza de la violencia, las denuncias de fraude y los reclamos judiciales de Fujimori. La hija del ex presidente pide que se revisen las actas del ballotage, en las que Castillo, candidato del frente Perú Libre, se impuso por un mínimo margen de 44.058 votos.
Pese a los movimientos de sectores conservadores, militares y de la justicia peruana para intentar, con un manotazo de ahogado, impedir su llegada a la presidencia, el camino de Castillo hacia la ceremonia de asunción del 28 de julio parece despejado.
El candidato de izquierda marxista coronará así un ascenso vertiginoso a las grandes ligas de la política peruana desde su irrupción en 2017, cuando lideró la huelga nacional de maestros. En apenas pocos meses, el maestro rural de 51 años oriundo de Chota, en la región de Cajamarca, logró construir un triunfo que sacude el tablero de la región. Y lo hizo con un discurso que combinó propuestas como la nacionalización del gas y la minería, una “revolución educativa” y posturas conservadoras sobre el matrimonio igualitario y de “mano dura” contra el delito. Es conocida además su oposición al aborto y su cercanía, a través de su esposa, Lidia Paredes Navarro, con sectores de la iglesia evangélica peruana.
Así como Lula encarnó a fines de los 90 la esperanza de los trabajadores industriales sindicalizados de alcanzar por primera vez espacios de poder en Brasil, y Evo Morales hizo lo propio con la Bolivia aimara, Castillo podría jugar ese papel, en su caso representando el relegado Perú andino, católico, conservador y fuertemente relegado en la estructura económica del país.
Castillo construyó su meteórico ascenso político con la promesa de revertir décadas de políticas neoliberales en el país más golpeado junto a Brasil por la por la pandemia: Perú tiene hasta el momento la tasa de mortalidad por Covid más alta de América Latina, y en 2020 se vieron imágenes dantescas del colapso general del sistema sanitario.
La crisis política peruana, que parece no tener fin, se llevó puestos en los últimos cinco años a cuatro presidentes (Pedro Pablo Kucynski, Ollanta Humala, Martín Vizcarra y Manuel Merino). El descrédito de buena parte de la sociedad por el sistema político se reflejó en la primera vuelta electoral, donde el nivel de ausentismo en las urnas fue el más alto de las últimas décadas
Castillo apareció en el escenario electoral con la promesa de poner fin a ese proceso de degradación social y un leit motiv de campaña tan simple como contundente: “No más pobres en un país rico”.
Uno de los ejes de la plataforma que lo llevó al poder fue la promesa de aplicar un aumento “revolucionario” en los presupuestos de educación (para hacer gratuita la Universidad) y de sanidad, con carencias históricas que quedaron al descubierto en la pandemia. Además, se comprometió a establecer un sistema público de pensiones en el país y remendar el atraso endémico de la infraestructura pública. Para financiar toda esa inversión, Castillo propuso nada menos que nacionalizar sectores estratégicos como el gas, y obligar a las empresas mineras a reinvertir sus beneficios dentro del país.
UN GIRO A LA IZQUIERDA
Con esa plataforma, el triunfo de Castillo es leído como un nuevo paso en el proceso de recuperación de los gobiernos populares en América Latina.
Después de la “década ganada” de la izquierda, a partir de 2015, en la Región se vivió una nueva ola de presidentes neoliberales (desde Mauricio Macri a Iván Duque y Jair Bolsonaro), que hicieron que parte de la prensa internacional hablara del retorno del Consenso de Washington.
El giro a la derecha en Sudamérica parecía inevitable hasta que en 2019 el proceso comenzó a revertirse, con la derrota de Cambiemos en Argentina, seguida el año pasado por la histórica victoria de Luis Arce en Bolivia y este año por el triunfo de la centro izquierda en las elecciones para la Asamblea Constituyente en Chile. Y Castillo vino a sumarse a ese proceso.
EL MAESTRO RURAL Y “RONDERO”
Pero, ¿quién es realmente Castillo?
El mejor camino para responder esa pregunta quizás sea mirar los orígenes del electo presidente y, sobre todo, el lazo con su provincia natal, Cajamarca, la región montañosa del noroeste, una de las más pobres del país, lejos de Lima y el Perú costero.
Rodeada de imponentes montañas y a más de 2 mil metros a nivel del mar, la región es el corazón del Perú agrícola y minero. En Cajamarca están algunas de las mayores minas de oro de Sudamérica y su explotación reproduce los tradicionales modelos de expolio y daño ambiental.
La propia biografía familiar de Castillo está marcada a fuego por la historia campesina del interior peruano. Nació en Puña, un pequeño pueblito de Tacabamba, hijo de dos trabajadores rurales analfabetos que se habían criado a su vez dentro de haciendas de las grandes familias terratenientes de la zona.
Su padre, Ireño Castillo Núñez, trabajó en unas tierras del campo por las que pagaba un alquiler a sus dueño, hasta junio de 1969, cuando el gobierno revolucionario de la Fuerza Armada del general Juan Velasco Alvarado llevó a cabo la reforma agraria peruana.
Antes que un dirigente sindical, antes que candidato presidencial e incluso antes que maestro rural, Castillo fue rondero. Y las rondas campesinas son, tal vez, una de las marcas de identidad más fuertes de una región de Perú castigada por la violencia política que se intensificó en la década del 80.
A fines de los años ‘70, en el interior rural peruano, y especialmente en la región de Cajamarca, grupos de campesinos y vecinos empezaron a organizarse en patrullas de autodefensa para combatir el robo de ganado y los delitos en una zona dejada de lado por un sistema judicial distante y corrupto.
Lo que comenzó como una forma de protección de las comunidades frente al abigeato se consolidó en los ‘80 en un mecanismo de defensa frente al accionar tanto de Sendero Luminoso como del Ejército peruano, en la época más feroz de la lucha guerrillera maoista peruana.
Castillo, que participó primero como miembro activo y luego como dirigente, se reivindica todavía hoy como “rondero” y durante la campaña destacó este dato cada vez que sus rivales lo vincularon con los restos activos de Sendero Luminoso.
A su rol como dirigente “rondero” le sumó en 1995 la actividad docente, que fue la que terminó catapultándolo hacia la política.
DE LA HUELGA A LA PRESIDENCIA
La enorme mayoría de los peruanos conoció a Castillo como dirigente sindical docente de la histórica huelga que maestros peruanos sostuvieron por más de dos meses en 2017, coronada por una movilización nacional de trabajadores de la educación que marchó hacia Lima para pedir aumentos salariales, más presupuesto y una reforma de la ley de magisterio.
Castillo, un joven maestro rural de Cajamarca, que había pasado casi toda su vida en un aula entre las montañas, se puso al frente de una facción disidente del sindicato de profesores y se convirtió en una de las caras visibles de la protesta.
De hecho, el gobierno del entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski se esforzó por dejarlo afuera de las negociaciones, vinculando su figura con el Movimiento por la Amnistía y los Derechos Fundamentales (Movadef), el espacio que pide el indulto de Abimael Guzmán y que muchos asocian a Sendero Luminoso.
Cada vez que alguien mencionaba ese dato para vincularlo con la guerrilla maoista, Castillo sacaba a relucir su pasado de “rondero”.
En ese mismo año, cuando su cara comenzó a hacerse conocida por miles de peruanos, Castillo decidió dejar las filas del partido Perú Posible, la fuerza de centro izquierda que fundó el ex presidente Alejandro Toledo, por el que se había postulado en 2002 a una pequeña alcaldía andina.
En 2017, ya convertido en una figura nacional, Castillo se sumó a las filas de Perú Libre, el partido creado por Vladimir Cerró, un ex gobernador de centro izquierda. La candidatura presidencial fue definida a mediados de 2020, cuando su figura se iba haciendo cada vez más popular, gracias a un discurso disruptivo que terminó sintonizando muy bien con el descontento y el hastío político de la mayoría del electorado peruano.
Una vez lanzado a la carrera presidencial, Castillo tuvo un ascenso rápido pero con tropezones. Su inexperiencia en el roce político y con los medios le jugó una mala pasada cuando en una entrevista en el programa más visto de la TV peruano no supo dar una definición de monopolio y quedó balbuceando cuando el entrevistador le pidió ejemplos de monopolios en Perú.
Pese a todo, Castillo se proyectó como el candidato estrella en las elecciones y una de una primera vuelta que lo tuvo como la gran sorpresa, logró vencer por un escasísimo margen a Keiko Fujimori, que había alineado a todos los sectores conservadores de Perú.
Su desembarco en el Palacio Presidencial de Lima, previsto para el próximo 28 de julio, concentrará la atención de todos y marcará la llegada al poder del Perú rural y andino que busca transformar el país.