LA REVOLUCIÓN DE LOS CARPINCHOS

Asistimos en estos días a la agenda del animalito costero que pulula por Nordelta.  Los pobres carpinchos tapan con su pelaje bonachón las noticias que silencian la impunidad: un fiscal imputado que sigue siendo fiscal, un falso abogado que operaba para el gobierno de Macri extorsionando personas, las cuentas en paraísos fiscales que ocultan plata afanada “legalmente”, las cincuenta millones de vacunas que llegaron a nuestro país, las y los antivacunas de los que vamos a contagiarnos los que intentamos defendernos del virus, y, para mencionar un hecho internacional, la derrota que sufrió Estados Unidos en Afganistán, donde por veinte años masacraron niños en nombre de la paz y de paso hicieron pingües negocios con sus empresas. 

Los carpinchos del  Nordelta, zona en la que una señora cheta ostentaba su enojo por  el impacto visual que le producía una familia pobre que caminaba el humedal, han copado la agenda de este tiempo como años atrás (alguien se acordará) la agenda eran los mosquitos mientras Menem y sus adláteres rifaban la Argentina dejando la alfombra de sangre que completó De la Rúa con una treintena de muertos.  La revolución de los carpinchos parece ser la única revolución posible en la agenda mediática, intentando generar sensibilidad social por la bondad silenciosa de los roedores. Ningún escalofrío parece producir en la piel temas menos trascendentes como la desigualdad, la impunidad de los monopolios y la amnesia que impone el poder económico. 

A la vuelta de mi casa suelo encontrar un carpincho atado. Ya tiene varios cumpleaños en su pelaje. Vivo en un barrio donde el trabajo se cotiza menos que en el micromundo creado en el delta del sur. Hasta en eso el dinero impone condiciones: Llaman nordelta al sur, como si aguas arriba el delta no existiera. Paradojas del destino: por unos días los carpinchos fueron más fuertes que un Tigre. El carpincho de mi barrio pasta tranquilo, ha sido criado como un perrito que juega con los niños. El carpincho tiene dueños, pero es el carpincho del barrio, nadie le teme, nadie lo condena, ningún vecino lo victimiza. Lo trajo un pescador que vive a la vuelta de casa. 

El pescador se llama Carlos, su compañera Adriana, tienen tres hijos y varios nietos. Carlos cruza el Paraná todos los días, dos veces, va a recorrer sus espineles con la esperanza de conseguir el alimento. El río da y quita. La canoa en la que navega Carlos es de madera, de las viejas, de pescadores pobres. Carlos no se queja, se siente libre, aunque su rostro está arrugado por las heladas del invierno y por el sol de los febreros. No sabe dónde queda el nordelta.  Escucha radios que pasan música del litoral, baja a la costa con los pies apretados en botas de goma, puntea en los albardones para sacar hizocas y no tener que comprar carnadas. No le da el presupuesto. Su realidad contrasta con las imágenes de los televisores, con la voz de los especialistas que cuentan la vida de los carpinchos, hablan del hábitat. No está presente en ese relato el hábitat de los seres humanos, los que la sufren y se guardan el llanto. El medio ambiente de la agenda del poder es solo el de los arbolitos y los carpinchos, alguien dijo alguna vez que la ecología que no considera a las personas es jardinería. 

Y yo recuerdo la canción de Aníbal Sampayo: “Turista que andas el río, tal vez sin mirarle el alma, si querés probarme el pulso, tanteale la correntada”.  En este tiempo de burbujas deberíamos mirar lo que hay afuera, lo que intenta tapar el maquillaje. Tal vez los carpinchos, con su postura domesticada, tengan algún recurso para enfrentar al tigre.

 Elvio Zanazzi

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